Oliveras, cerezos y mares amables fueron testigos de que la niña Victoria quería ser
escritora. Cuarenta años después lo consiguió. Canfranc fue testigo.
Con imágenes de agua, Emilio le dedicó un poema para celebrarlo, mientras la dulce
voz de Rosalía lo recitaba y María lo convertía en tango.
Creo que Lena hacía sonar su trombón, aunque nunca lo trajo. Isabel y José pasaban
las hojas de su partitura invisible. Alfonso le daba vida.
La risa de Josep nos acariciaba mientras Teresa tomaba instantáneas del momento y
Javier nos convertía en pequeñas esculturas. Diminutas. Bellísimas.
Cual directora de orquesta, Rosario dirigía una coreografía que Margarita había
calculado, al tiempo que se deshojaba, pétalo a pétalo.
A mi lado, Lorena me arropaba en la emoción, desde la sonrisa de Clara, cómplice que
no dejaba de repetirme: “Lo has conseguido, Victoria”.